El Gusano de la Fiesta

Tenía trece años, o quizá catorce, cuando ocurrió. Fue hace unos seis o siete años, pero la noche de mi cumpleaños de entonces sigue grabada a fuego en mi memoria. Antes de aquello, me encantaban las fiestas, el ruido, los amigos, todo. Ahora… ahora prefiero el silencio.

Ese día, mi casa estaba llena. Había invitado a toda la pandilla. La música sonaba, la gente reía, y yo intentaba hablar con todos, sentirme el rey de la fiesta. Todos parecían pasarlo bien, excepto quizás por Ricardo. Siempre había sido… diferente. Le obsesionaban los espíritus, los demonios, esas cosas que a mí me daban igual. Lo vi apartado en el rincón más oscuro del salón, con una bolsa de papel arrugada en las manos. No parecía un regalo normal; casi juraría que la bolsa vibraba levemente de vez en cuando, pero lo achaqué a la música o a mi imaginación.

Estaba charlando animadamente cuando, de repente, ¡pum! Las luces se apagaron. Completamente. La música murió, las risas se cortaron y un silencio denso cayó sobre nosotros. Hubo un par de gritos ahogados, alguna risa nerviosa que se extinguió rápido. La oscuridad era total, pegajosa.

Y entonces, justo en mi oído, un susurro. Era una voz aguda, rasposa, como papel de lija sobre madera vieja. «Acércate a la ventana…»

Un escalofrío me recorrió, pero extrañamente, no sentí pánico. Fue peor: una calma gélida, antinatural, que silenció la alarma en mi cabeza. Miré a mi alrededor en la negrura, aguzando el oído. ¿Alguien más lo había oído? Solo silencio. «A la ventana…», repitió el susurro, más insistente.

Y mis pies se movieron.

No quería ir. Grité en mi mente: ¡No, detente! Intenté clavar los talones en el suelo, luchar contra lo que fuera que me impulsaba, pero era inútil. Mi cuerpo no me obedecía, avanzaba paso a paso hacia la ventana del salón como una marioneta. El frío que sentía no era del exterior, nacía dentro de mí.

Llegué al cristal. Al principio, solo vi el reflejo oscuro de la habitación detrás de mí. Entonces, algo se materializó en el jardín. Era enorme, informe al principio, pero luego tomó una forma definida, ondulante. Un gusano. Un gusano gigantesco, de un color azul brillante y enfermo que parecía pulsar débilmente en la oscuridad. Sobre su… ¿cabeza?, lucía un ridículo sombrero de fiesta a rayas.

Pero lo peor era su cara. Dos cuencas negras, vacías, profundas como pozos sin fondo. Y debajo, una sonrisa imposiblemente ancha, de oreja a oreja, repleta de dientes largos, amarillentos y afilados como navajas. Me miró –o sentí que lo hacía, aunque no tuviera ojos– y la sonrisa pareció ensancharse aún más.

Abrió la boca. Un abismo oscuro bordeado por aquellas filas de cuchillas. Se inclinó hacia la ventana, hacia mí. El pánico, por fin, rompió la calma artificial. Me ahogaba, me paralizaba. No podía moverme, ni siquiera cerrar los ojos. Solo podía mirar cómo esa fauces se acercaba.

Entonces, grité. No fue un grito normal; fue un sonido desgarrador, agudo, que me raspó la garganta hasta dejarla en carne viva. Un aullido de puro terror animal.

El gusano se detuvo en seco. Su sonrisa se torció, como si hubiera probado algo amargo. Una mueca de puro disgusto deformó sus facciones. «¡Cállate!», siseó la voz rasposa, ahora llena de irritación.

Y con un sonido final, como de tela vieja rasgándose violentamente, desapareció. Se desvaneció en la nada.

Las luces parpadearon y volvieron, débiles al principio, luego con toda su fuerza. Parpadeé, deslumbrado. Me giré, jadeando, con el corazón golpeándome las costillas tan fuerte que dolía.

El salón era un caos silencioso. Todos mis amigos estaban en el suelo. Desmayados, pálidos, tirados en ángulos extraños como muñecos rotos.

Todos… menos uno.

Ricardo seguía en su rincón. Estaba de pie, perfectamente quieto. La bolsa de papel ya no estaba en sus manos. Me miraba fijamente. No había sorpresa en su rostro, ni preocupación. Solo una fijeza helada, unos ojos entrecerrados y una mandíbula apretada con fuerza. Era una mirada de profundo odio, de rencor puro, dirigida directamente a mí. Como si yo, con mi grito, hubiera arruinado algo. Su regalo. Su fiesta privada.

Mis piernas temblaban tanto que apenas me sostenían. Tropezando con los cuerpos inconscientes de mis amigos, me abrí paso hasta la puerta. No miré atrás. Salí corriendo a la noche, sin detenerme hasta que estuve muy lejos.

Nunca he vuelto a saber qué era exactamente esa criatura azul con sombrero de fiesta. Nunca he querido saberlo. Pero a veces, cuando estoy solo en la oscuridad, siento todavía esa mirada fría en la nuca. La mirada de Ricardo. Y sé, con una certeza que me hiela los huesos, que él sí sabe lo que pasó. Y que él no estaba sorprendido en absoluto. Desde entonces, odio las fiestas.

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